Con la perspectiva que me regala
la distancia, cuando los posos de las emociones han caído al fondo del corazón,
deseo recordar un hermoso día de marzo y un pregón eterno que ya no me
pertenece, aunque formará para siempre parte de mi vida.
Los
días previos fueron de incertidumbre y nervios, consciente de la que se me venía
encima y la enorme responsabilidad de subir al atril de nuestra Semana Santa
para cantar y contar sus excelencias. Y aunque siempre estuve seguro de que mi
alma iba guardada en las palabras de ese pregón que siempre quise escribir, la
duda de si serían capaces de instalarse en el corazón de mi gente me inquietaba
hasta la angustia. Presentía, por ello, que quizás sufriese el pregón en vez de
disfrutarlo, aunque afortunadamente, no fue el caso.
La
mañana del sábado fue complicada, de visita, oración y flores para los que ya no están y para mi
Nazareno del alma, con mi profundo agradecimiento a Juan Carlos Morán y a la
Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno por su disposición para permitirme
unos minutos a solas con el Padre. Ya de tarde, un último vistazo al texto
tantas veces releído y unos minutos a solas para colocar el pañuelo de la
Virgen del Desconsuelo en el bolsillo de mi traje y la insignia regalada por
los braceros del paso del Ecce Homo en la solapa.
Ya
en el Auditorio, con una inesperada calma interior que alejó de mí cualquier
atisbo de nerviosismo, me volví a sentir abrumado por la emocionante estampa de
las tres cruces que se alzaban imponentes en el centro del escenario. Y a los
pies del Cristo de la Misericordia, como una ofrenda de devoción y cariño, la
horqueta de mi abuelo…qué más podía pedir. Con el convencimiento de que debía
ofrecer a un Auditorio lleno lo mejor de mí, para que al cerrar el portafolio
fuese ya parte de ellos, respiré hondo, bebí un sorbo de agua y comencé a soñar…
Jamás
en mi vida olvidaré esa hermosa tarde de marzo, la emoción de mi mujer y mi
hija, de mi familia, el cariño de mi gente, la seriedad de quince niños de túnica con sus
velas encendidas, los aplausos que percutían las notas de “Dolorosa” y sobre
todo, la sensación de haber vuelto a asomarme junto a José Jáñez Cuervo a los
tapiales del recuerdo.
¡Gracias,
León!
¡Gracias,
papones!