martes, 22 de septiembre de 2015

Y ya ha pasado un año, Miguel...







         
Parece que fue ayer y ya ha pasado un año. Un año repleto de nuevas sensaciones y emociones renovadas. De trasiegos y esperanzas. Parece que fue ayer y ya ha pasado un año desde que te escribí una carta parecida a ésta y hoy celebro haberte conocido, Miguel. Hoy celebro contigo que todo haya cambiado –para mejor-, todo menos tú, que sigues siendo ese joven ilusionado con esas pequeñas cosas que nos hacen felices y, a veces, olvidamos en el fondo de un baúl que desborda impaciencias inútiles.

            Quizás, con la perspectiva que te ofrece la distancia, hayas podido contemplar con grato asombro el abrazo cofrade que hace un año se creó en torno a ti. Incluso, los que no te conocíamos, nos sumamos a él, con el mismo cariño que, un año después, tú nos has demostrado en incontables ocasiones. Tras esa cortina traslúcida de timidez, se intuye la inocencia de tu corazón limpio, que se tiñe de pasión cada primavera. Eres papón de fe, pero también, sin lugar a dudas, fe para los papones que hace un año sumaron sus oraciones a las de tu familia, compartiendo con ellos una ilusión que fue solidificando las lágrimas de la inquietud, hasta convertirlas en pabilo de esperanza.

            Parece que fue ayer y ya ha pasado un año, Miguel. Volviste a escuchar el tañido de las campanas del Mercado, a atronar los atardeceres de la primavera con dos baquetas y un tambor, a caminar tras ese Cristo moreno que sangra bienaventuranzas cada Jueves Santo…volviste a sonreír a la luna nueva y a gritar silencios blancos como el manto de una Virgen que muda su Soledad cuando la Pascua se desborda jubilosa por las orillas del río de tu vida, de tu nueva vida. Y yo, como hace un año, le doy gracias a Dios por cuidarte y por cuidar de sus hijos, de esos papones de corazón que, fervorosamente, elevan su mirada a un cielo repleto de plegarias, como luceros de fe.

            Que sea enhorabuena, hermano.



martes, 7 de abril de 2015

La zozobra de un desenclavador suplente

Relato escrito para la revista "Pregón"




            Un joven papón se ve abrumado por la responsabilidad de ocupar el puesto del desenclavador titular en el Acto del Desenclavo, un sueño que puede acabar en pesadilla.

 

                Atajaron a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el ir y venir de papones vestidos de túnica negra. Se presentía un silencio de plegaria en la brisa fresca que sacudía los rostros, como una bofetada tímida. La Ronda rasgaba el amanecer con su cadencioso sonsonete y los monaguillos, como príncipes del alba, teñían de morado las primeras luces del día con sus elegantes mucetas festivas. María, Javier y Adrián se acomodaron frente a la puerta de las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya acometía con decisión la calle Corta.

            -Este año parece que hay menos gente. Seguramente será por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.

            Adrián y Javier asintieron casi al unísono, mientras uno se ajustaba la bufanda y el otro se abotonaba hasta el cuello un elegante abrigo negro. La Semana Santa unía a los tres amigos con un cordón umbilical invisible que trascendía a su firme amistad de varios años. Podían entenderse tan sólo con la mirada, con esa mirada que confluía en la majestuosa imagen de Jesús Nazareno que, mecido con delicada ternura, parecía caminar con  admirable aplomo al encuentro de su Madre, pena bonita y rosa triste de cada Viernes Santo.

            El móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la impaciente insistencia de una llamada. Se retiró lo más lejos que pudo del bullicio del cortejo y descolgó el teléfono.

            -Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…claro, por supuesto que puede contar conmigo…mañana por la mañana sin falta me paso por el colegio…¡muchas gracias, hermano!

            Adrián regresó junto a María y Javier que, al verle, adivinaron en su rostro la felicidad que le embargaba.

            -¿Qué pasa Adrián? Se te ha puesto cara de lelo-, preguntó Javier, mientras María sonreía divertida.

            - Pues que mañana voy a ser yo el hermano desenclavador. El titular está fuera de León y no va a llegar a tiempo a la procesión.

            María, exultante, se abrazó a Adrián, musitando en su oído un: ¡enhorabuena!, que le brotó  del corazón, como un torrente. Javier, en cambio, parecía contrariado.

            -Qué pasa Javi, ¿no te alegras?

            - Sí, hombre, alegrarme claro que me alegro pero…es que es un “marrón”. ¡Demasiada responsabilidad, Adrián! Pero si tú te ves con fuerzas, pues adelante, chico…

            Ninguno de los dos amigos puso en duda la sincera alegría de Javier, aunque contrastase con la seriedad de su voz. Pero su preocupación se instaló como un huésped molesto en el ánimo de Adrián, que, cuando comenzó a ascender por la escalera firmemente sujeta a la cruz del Santo Cristo del Desenclavo, escondía bajo su capirote negro el rostro desencajado.

            Las breves instrucciones que Adrián recibió sobre cómo soltar los clavos y la advertencia de tener cuidado de no pisarse la túnica al ascender por la escalera o enredarse con el sudario, no sirvieron para calmar sus nervios, sino todo lo contrario. La acongojante perspectiva de la Plaza de San Isidoro, abarrotada de gente que clavaba sus ojos en él, pudo contribuir a que, tras liberar sin problemas el clavo de la mano derecha, confundiese el sentido de giro de la palomilla del de la mano izquierda y un extraño crujido metálico le erizase el pelo de la nuca. Las palabras de Javier resonaban en su cabeza como el tañido de unas campañas tocando a muerto: “demasiada responsabilidad”. La palomilla giraba sobre la tuerca sin avanzar ni retroceder. Un murmullo de impaciencia se extendió por la plaza como una niebla tupida y fría, Adrián buscó en la mirada muda del Hermano Mayor la ayuda que la solemnidad del momento le impedía rogar a gritos.

-Amancio, vete a ver qué le pasa al chaval, que ya me estoy poniendo nervioso, anda.

Amancio, que en su juventud fue tornero-fresador, ocupó el lugar de Adrián en lo alto de la escalera. Estudió con pulcritud quirúrgica la pieza de hierro y sentenció al oído del Hermano Mayor.

 -No hay nada que hacer, se ha “pasao” la rosca y no hay forma de arreglarlo en tiempo y forma…vamos, que hay que suspender el desenclavo. “Pa” un año que no nos llueve, va y se “gripa” el jodío tornillo.

Adrián, encubierto entre los braceros del paso, miraba asustado a María que, preciosa con su sobrio traje de Manola, parecía buscar una explicación o un remedio para los males de su querido amigo en la graciosa sinfonía de diminutas nubes que colgaban del cielo, como notas musicales de un pentagrama celeste.

Los acontecimientos se precipitaron a una velocidad vertiginosa. Una beata sugirió que era un milagro, que el Señor no quería “tierra” y se empeñó en avisar al Señor Obispo, que, desbordado por la situación y la insistencia de la piadosa mujer, se personó en la plaza y decidió que, hasta consultar con estamentos mayores, se suspendían el resto de cortejos.

-Es de cajón, Don Mariano, si no se le baja de la cruz no se le puede dar Santo Entierro-, comentó el Obispo al consiliario.

-Pero Ilustrísima, con el debido respeto, si el Santo Entierro ya se le dio ayer.

-Ve usted Don Mariano, eso es lo que no puede ser, que un día se le entierre y al siguiente se le desenclave, caramba. Esto es una señal y como tal debemos tomarnos este asunto.  Roberto, avise a las hermandades que salen después y dígales que, hasta nueva orden, se suspenden los cortejos- ordenó el Obispo a su secretario personal, que no daba crédito a todo lo que escuchaba y veía, pero como buen subordinado, cumplió con prestancia el mandado.

Las procesiones de la tarde finalmente fueron suspendidas y la del Domingo de Resurrección también. Las palomas de gloria quedaron hacinadas en sus jaulas, mientras cientos de personas contemplaban con curiosa piedad la imagen a medio desenclavar del Santo Cristo del Desenclavo, que delante de la Puerta del Perdón  aún esperaba ser bajado de la cruz. Las portadas de todos los periódicos daban cuenta del “milagroso” acontecimiento y el malestar de los cofrades, que no pudieron sacar sus procesiones por culpa del torpe descuido de un desenclavador suplente, que asustado y triste, se vio de pronto zarandeado por un grupo de papones alterados…

-¡Despierta Adrián! Ay, hijo, pero que letanías murmurabas. ¿Estabas soñando? Levántate, anda, que ya hace un rato que María y Javier te esperan en el salón.

 

Atajaron a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el ir y venir de papones vestidos de túnica negra. María, Javier y Adrián se acomodaron frente a la puerta de las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya acometía con decisión la calle Corta.

            -Este año parece que hay menos gente. Seguramente será por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.

El móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la impaciente insistencia de una llamada. Lo miró con terror, como si en cualquier momento fuese a explotar entre sus manos y dudó entre ignorarlo “ad infinitum” o contestar a la llamada. Se retiró lo más lejos que pudo del bullicio del cortejo y descolgó el teléfono.

            -Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…ufff, me va a ser imposible…¡muchas gracias, hermano, pero… que corra turno!

                                                                                              Manuel Jáñez Gallego

miércoles, 25 de marzo de 2015

Mira que sería sencillo...



Mira que sería sencillo
Colocarlos en hilera,
Pero uno sube el capillo,
Otra cae una escalera
Que porta como atributo.
Otro, que a causa del susto
Llora como plañidera,
Se tira al suelo y reboza
La túnica con la acera.
El más alto se distrae
Y para la fila entera,
Y otro de apenas cuatro años
Dice que quiere ir al baño
Porque no aguanta y se mea.
El seise con gran disgusto
Mira al fondo y desespera
Porque ve como un chiquillo
Empuña la cruz y pelea
Con el del pelo a flequillo.
Y los de los Mandamientos,
Que estaban bien ordenados
Al salir la procesión,
Por culpa de  un incidente
Con un turista impaciente
Andan todos trabucados.
Salvo el de Amarás a Dios
Y el de Santificarás las fiestas,
El resto están discutiendo
Si es más pecado robar
O es codiciar lo ajeno.
Cuando se ponen de acuerdo
Y el agua vuelve a su cauce,
Una señora bajita
Enfundada en un abrigo,
Con aspavientos les dice
Que no, que así que no vale
Y vuelta la burra al trigo…
Seiscientos años de historia,
Pasos, mantillas y cirios.
Incienso, peanas, memoria,
Mucetas y monaguillos.
Túnicas, flores, rosarios,
Oraciones y estribillos.
Horquetas, cruces de guía,
Estampas, obleas, lirios
Y marchas por bulerías…
Pero que nadie se engañe
Y se lo aprenda al dedillo
Como aprende la lección,
Porque en una procesión,
No hay nada más entrañable
Que un niño con un capillo.

Manuel Jáñez Gallego

Extracto del Pregón del Cristo del Gran Poder
30 de Marzo de 2014

miércoles, 18 de marzo de 2015

Morenica del Mercado





            Diez días. Apenas nos quedan diez días para volver a verte, Señora del Mercado. Diez días para volver a escuchar el tañido de las campanas de tu casa, el toque de arrebato que pone en alerta a los cofrades de esta bendita ciudad. Díez días para que vuelvan a tintinear tus pendientes como campanillas festivas. Diez días para verte atravesar el dintel de la puerta de tu iglesia y encarar la calle Herreros, de camino a tu cita con las voces limpias de las Madres Carbajalas. Diez días para contemplar cómo se recorta tu hermosa estampa en una luna llena de gracia. Diez días para que los leoneses y leonesas te sigan, con sus cirios encendidos como luciérnagas tristes, el corazón florido como la primavera reciente y la mirada vidriosa, como el rocío de la madrugada. Diez días, Madre, tan solo diez días…

            Déjame esperarte otro año más en la Calle Santa Cruz. Déjame rezarte de nuevo con mis ojos repletos de esperanza y fe. Déjame acariciar tu carita morena con el sutil roce de mi memoria y mis recuerdos. Déjame esconder mi pena en los pliegues de tu manto. Déjame bruñir  los roleos de tu corona con esos besos que no te he dado y que cuelgan de los balcones de mi alma, como mariposas de papel. Déjame acomodar mi cabeza en tu regazo y llorar la ausencia reciente de esa rosa, que perfumó mi vida con su amor de madre. Déjame que se me alborote el corazón como una bandada de palomas blancas, para cantarte una Salve en la Plaza de Santo Domingo. Déjame pintar luceros en el cielo oscuro de la noche que se cierne como un velo vaporoso, para iluminar con ellos la penumbra de la calle Teatro, esa calle que un día soñó llamarse Dolorosa. Déjame seguir tus pasos por la Rúa, acompasar mis latidos con el raseo de tus braceros y cargar sobre mis hombros la cruz de la que colgó ese Hijo que recoges entre tus brazos y miras con tus ojos tristes de Madre dolorosa…



Qué triste vas por las calles
De este León, que te implora
Arrullos de madrugada.
Alumbra con Tu mirada
Las tinieblas de su aurora.

Qué carga llevas, Señora,
De pena y de desconsuelo.
Con Tu Hijo en el regazo
Vas suplicando un abrazo
                                                                Y una caricia en Tu pelo.

No me mueve más desvelo
Ni verso más anhelado,
Que agradecer tus favores
Cada Viernes de Dolores…
Morenica del Mercado.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Nazareno


En los suspiros del viento
Se intuye una devoción,
Como un pétalo de rosa
Que es oración silenciosa
Para el Señor de León.

Aprieta el paso, papón.
Revive de nuevo el sueño
Caminando en primavera
Con esa cruz de madera,
Como cuando eras pequeño.

No cejes en el empeño
Teñido de madrugadas
De llevar sobre tus hombros
A ese Jesús Nazareno
De la túnica morada.

Cuánto amor en su mirada
Y qué dulzura en el nombre
Que  gritan por las esquinas
Los cireneos, que caminan,
Detrás del Hijo del Hombre

Me abruma la mansedumbre
Del rumor que se adivina
En Tu soga  cimbreante
Y ese dolor lacerante
De Tu corona de espinas.

Caricias de bambalinas
Para enjuagar de Tu  frente
Hilos de sangre preciosa,
Que resbalan como gotas
De velas de penitentes.

La luna asoma impaciente
A su balcón de silencios,
Para verte cuando pasas
Por las calles y las plazas,
Entre cortinas de incienso.

No encuentro amor más intenso
Que el ver tu rostro sereno
Cuando sales por la puerta
Y vuelve a mecer el viento
Tu túnica, Nazareno…