martes, 7 de abril de 2015

La zozobra de un desenclavador suplente

Relato escrito para la revista "Pregón"




            Un joven papón se ve abrumado por la responsabilidad de ocupar el puesto del desenclavador titular en el Acto del Desenclavo, un sueño que puede acabar en pesadilla.

 

                Atajaron a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el ir y venir de papones vestidos de túnica negra. Se presentía un silencio de plegaria en la brisa fresca que sacudía los rostros, como una bofetada tímida. La Ronda rasgaba el amanecer con su cadencioso sonsonete y los monaguillos, como príncipes del alba, teñían de morado las primeras luces del día con sus elegantes mucetas festivas. María, Javier y Adrián se acomodaron frente a la puerta de las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya acometía con decisión la calle Corta.

            -Este año parece que hay menos gente. Seguramente será por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.

            Adrián y Javier asintieron casi al unísono, mientras uno se ajustaba la bufanda y el otro se abotonaba hasta el cuello un elegante abrigo negro. La Semana Santa unía a los tres amigos con un cordón umbilical invisible que trascendía a su firme amistad de varios años. Podían entenderse tan sólo con la mirada, con esa mirada que confluía en la majestuosa imagen de Jesús Nazareno que, mecido con delicada ternura, parecía caminar con  admirable aplomo al encuentro de su Madre, pena bonita y rosa triste de cada Viernes Santo.

            El móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la impaciente insistencia de una llamada. Se retiró lo más lejos que pudo del bullicio del cortejo y descolgó el teléfono.

            -Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…claro, por supuesto que puede contar conmigo…mañana por la mañana sin falta me paso por el colegio…¡muchas gracias, hermano!

            Adrián regresó junto a María y Javier que, al verle, adivinaron en su rostro la felicidad que le embargaba.

            -¿Qué pasa Adrián? Se te ha puesto cara de lelo-, preguntó Javier, mientras María sonreía divertida.

            - Pues que mañana voy a ser yo el hermano desenclavador. El titular está fuera de León y no va a llegar a tiempo a la procesión.

            María, exultante, se abrazó a Adrián, musitando en su oído un: ¡enhorabuena!, que le brotó  del corazón, como un torrente. Javier, en cambio, parecía contrariado.

            -Qué pasa Javi, ¿no te alegras?

            - Sí, hombre, alegrarme claro que me alegro pero…es que es un “marrón”. ¡Demasiada responsabilidad, Adrián! Pero si tú te ves con fuerzas, pues adelante, chico…

            Ninguno de los dos amigos puso en duda la sincera alegría de Javier, aunque contrastase con la seriedad de su voz. Pero su preocupación se instaló como un huésped molesto en el ánimo de Adrián, que, cuando comenzó a ascender por la escalera firmemente sujeta a la cruz del Santo Cristo del Desenclavo, escondía bajo su capirote negro el rostro desencajado.

            Las breves instrucciones que Adrián recibió sobre cómo soltar los clavos y la advertencia de tener cuidado de no pisarse la túnica al ascender por la escalera o enredarse con el sudario, no sirvieron para calmar sus nervios, sino todo lo contrario. La acongojante perspectiva de la Plaza de San Isidoro, abarrotada de gente que clavaba sus ojos en él, pudo contribuir a que, tras liberar sin problemas el clavo de la mano derecha, confundiese el sentido de giro de la palomilla del de la mano izquierda y un extraño crujido metálico le erizase el pelo de la nuca. Las palabras de Javier resonaban en su cabeza como el tañido de unas campañas tocando a muerto: “demasiada responsabilidad”. La palomilla giraba sobre la tuerca sin avanzar ni retroceder. Un murmullo de impaciencia se extendió por la plaza como una niebla tupida y fría, Adrián buscó en la mirada muda del Hermano Mayor la ayuda que la solemnidad del momento le impedía rogar a gritos.

-Amancio, vete a ver qué le pasa al chaval, que ya me estoy poniendo nervioso, anda.

Amancio, que en su juventud fue tornero-fresador, ocupó el lugar de Adrián en lo alto de la escalera. Estudió con pulcritud quirúrgica la pieza de hierro y sentenció al oído del Hermano Mayor.

 -No hay nada que hacer, se ha “pasao” la rosca y no hay forma de arreglarlo en tiempo y forma…vamos, que hay que suspender el desenclavo. “Pa” un año que no nos llueve, va y se “gripa” el jodío tornillo.

Adrián, encubierto entre los braceros del paso, miraba asustado a María que, preciosa con su sobrio traje de Manola, parecía buscar una explicación o un remedio para los males de su querido amigo en la graciosa sinfonía de diminutas nubes que colgaban del cielo, como notas musicales de un pentagrama celeste.

Los acontecimientos se precipitaron a una velocidad vertiginosa. Una beata sugirió que era un milagro, que el Señor no quería “tierra” y se empeñó en avisar al Señor Obispo, que, desbordado por la situación y la insistencia de la piadosa mujer, se personó en la plaza y decidió que, hasta consultar con estamentos mayores, se suspendían el resto de cortejos.

-Es de cajón, Don Mariano, si no se le baja de la cruz no se le puede dar Santo Entierro-, comentó el Obispo al consiliario.

-Pero Ilustrísima, con el debido respeto, si el Santo Entierro ya se le dio ayer.

-Ve usted Don Mariano, eso es lo que no puede ser, que un día se le entierre y al siguiente se le desenclave, caramba. Esto es una señal y como tal debemos tomarnos este asunto.  Roberto, avise a las hermandades que salen después y dígales que, hasta nueva orden, se suspenden los cortejos- ordenó el Obispo a su secretario personal, que no daba crédito a todo lo que escuchaba y veía, pero como buen subordinado, cumplió con prestancia el mandado.

Las procesiones de la tarde finalmente fueron suspendidas y la del Domingo de Resurrección también. Las palomas de gloria quedaron hacinadas en sus jaulas, mientras cientos de personas contemplaban con curiosa piedad la imagen a medio desenclavar del Santo Cristo del Desenclavo, que delante de la Puerta del Perdón  aún esperaba ser bajado de la cruz. Las portadas de todos los periódicos daban cuenta del “milagroso” acontecimiento y el malestar de los cofrades, que no pudieron sacar sus procesiones por culpa del torpe descuido de un desenclavador suplente, que asustado y triste, se vio de pronto zarandeado por un grupo de papones alterados…

-¡Despierta Adrián! Ay, hijo, pero que letanías murmurabas. ¿Estabas soñando? Levántate, anda, que ya hace un rato que María y Javier te esperan en el salón.

 

Atajaron a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el ir y venir de papones vestidos de túnica negra. María, Javier y Adrián se acomodaron frente a la puerta de las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya acometía con decisión la calle Corta.

            -Este año parece que hay menos gente. Seguramente será por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.

El móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la impaciente insistencia de una llamada. Lo miró con terror, como si en cualquier momento fuese a explotar entre sus manos y dudó entre ignorarlo “ad infinitum” o contestar a la llamada. Se retiró lo más lejos que pudo del bullicio del cortejo y descolgó el teléfono.

            -Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…ufff, me va a ser imposible…¡muchas gracias, hermano, pero… que corra turno!

                                                                                              Manuel Jáñez Gallego

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